Tres mil ochocientos kilómetros y dos maletas



Un año antes, no dormía. Se tomaba de tres a cuatro tazas de café diarias. De su casa salía de noche y regresaba cuando el cielo y la situación, se tornaban cada vez más oscuras. Una jornada de siete horas y media, se transformaba en diez, hasta doce horas diarias de trabajo. Pero las calles, no callaban. Por el contrario, cada vez gritaban más fuerte, unas pidiendo libertad, y otras defendiendo ideas de dictadura con balas. Él no pensaba salir de Venezuela. Un año antes, su día era informar, y las horas libres, gritar libertad.

Salir de Venezuela tampoco era una opción, a pesar de que la idea cada vez susurraba con más fuerza. "No pasaré seis días en carretera para irme a otro país", dijo una vez, y fue sentencia. Un año después, la maleta no pesaba tanto como el miedo de no saber si se está haciendo o no lo correcto. Otro bolso con la ropa del viaje, y otro más pequeño en el que se cargaba la comida: atún, pan, compotas, diablito, jugo, agua. En cualquier hogar venezolano, eso sería un manjar.

El cuarto esa mañana se veía más grande de lo normal. En el closet ya no reposaban las líneas de José Saramago, Manuel Caballero o Rómulo Gallegos. Ahora ellos ocupaban el espacio de las gavetas que antes llenaban la ropa interior y las medias. Él no los quería dejar, pero el peso en las maletas podría costar caro, y los ahorros pesaban muy poco. Fotografías, afiches, recuerdos, todos fueron a tener al fondo de closet. Si los ven, aun se puede escuchar el murmullo de querer salir de nuevo.

El perro gruñe cada vez que lo cargas y lo abrazas, quizás se parece a uno de los dueños. Ya no tendría a quien halarle el ruedo del pantalón, ni a quien perseguir en las escaleras. Un año antes, jamás pensó dejarlo con sus papás.

De ahí, hasta su punto de llegada, faltaban 3.828 kilómetros, cinco autobuses y seis días de carretera. Los verdes cada vez iban siendo menos en la billetera. Realmente, él no tenía mucho tiempo ni ganas de una buena fotografía. Seis sellos. Tres países. Dos duchas. Varías lágrimas. Y muchos mensajes de "vamos bien". No sabe cuántos "Padre nuestro" fueron necesarios, pero fueron suficiente para que el bus fuese invisible a la mirada sedienta de cualquier vivo, que son peores aún que los muertos, diría su mamá.



El río de gente de las fotografías, no lo crees hasta que lo ves. Tus compatriotas al borde de las aceras, con una canilla con mantequilla, no lo crees hasta que lo ves. El puente que lleva el nombre del Libertador, sigue cumpliendo su función: lleva a su gente a la libertad. A un costado la casa de campaña. Agua, comida, medicinas, conexión a Internet, traslado de emergencia. En ese instante, se le vino a la mente las notas que escribía un año antes. "Colombia ofrece ayuda humanitaria a inmigrantes venezolanos", "Más de 20 mil venezolanos cruzan la frontera a Colombia", "ACNUR da refugio a venezolanos en Cúcuta". No nos vamos, realmente huimos.

El servicio de duchas improvisadas en cada agencia de viajes, es lo más cercano a un lujo de carretera. Cinco minutos, y ya los nudillos de la señora que cuida el servicio chocan contra la madera

- Chico, apúrate.

Un año antes, jamás se imaginó en un baño de carretera, con techo de zinc y una fila de gente esperando que salgas de ahí.



Las carreteras de Colombia, adornadas con valles verdosos, ríos caudalosos y clima frío, hacen añorar mucho más a Venezuela. En una de esas curvas, hubo una cola de aproximadamente 40 minutos. Mi mente pedía café, pero por otro lado no sabía cuánto faltaba para el próximo baño. Igualmente, le pedí un café a un niño colombiano. Cuando le pregunté si podía pagarle en dólares, no supo que responderme y miró a su mamá, parada unos metros más allá.

- No, mejor no. No sé cuánto es eso, me dijo.

Ella me miró esperando que yo le dijera cuanto equivalía en peso para pagar su café, pero yo sonreí porque tampoco sabía. Le di las gracias, y me alejé. Al minuto, el niño se acercó con el café diciéndome “no importa”, y si supieran que importa y mucho. El mejor café de los más de 3.800 kilómetros. En la siguiente foto, me tomaba ese café mientras avanzaba la cola.



"Una ola tras otra", de Eli Bravo, se transforma en "un bus tras otro". Pueden ser cientos los que se dirigen al sur, cargados de venezolanos. Todo estamos por lo mismo. Huimos. Los más rezagados, se van uniendo a los que tienen una bitácora armada, de los otros que ya pasaron por esas carreteras. Por más acompañado que vayas, la soledad parece aumentar. Apenas pisas el extranjero y puedes cambiar algunas monedas, ves la diferencia de lo que antes jamás hubieses podido comprar.



Los buses se hacen más incómodos, y las esperas más largas. Mientras más avanzas, menos entiendes el acento. Los baños de carretera, siguen siendo los mismos, de carretera. Un sello, otro sello y otra hoja. Otra tinta, otro mostrador.

- ¿A dónde se dirige?

- A Perú, a Perú 

Quizás lo dices con certeza, pero no te lo crees aún. Las fronteras no deberían ser cárceles de rayas invisibles. Un año antes, él no quería cruzar esas fronteras así, triste. Huyendo. Con tanto peso como un saco de cemento.

Rumichaca, el paso fronterizo entre Colombia y Ecuador, parece el punto de quiebre. El sello para salir de Colombia tardó 8 horas en llegar. En la cola, venezolanos y españoles cantaban. Otros comían, otros guardaban silencio. Al cruzar de nuevo un puente, la emoción embriaga, y el sello de ingreso a Ecuador te despierta del ratón. Lluvia, temperatura a 8 grados y granizo. Con la ropa empapada a las 11:00 de la noche e intentando refugiarse debajo de un pequeño árbol, oro el Padre Nuestro. Si él no los sacaba de ahí, nada podría hacerlo. Pero el sello llegó a 2:00 de la madruga.



A él siempre le tocó de acompañante a alguien distinto. Uno, que llegaba hasta Cúcuta, quizás el que menos molestó.

- Allá hay chamba, dicen. Pero es arrecho carajito. Yo dejé mis niños en Venezuela. Yo me puedo comer un cable, pero ellos no

El segundo, inventó tener una operación en una pierna para que le dieran un buen puesto.

- ¿De qué te operaron?, -le pregunto-

- ¿Operación? no vale, de nada. En los asientos de atrás no puedo estirar las piernas y aquí sí

Esta vez, el fastidioso era yo. Me debió despertar varias veces, porque un poco más y lo sacaba del asiento. Su viaje llegó hasta Ecuador, trabajaría en construcción. Era barquisimetano, y apenas cruzó la frontera a Ecuador compró una línea telefónica. Quería comunicarse con su familia. Como yo no tenía Wi-Fi, me prestó su Whatsapp para escribirle a mi papá.

- Hola, pa. Es Gerardo. Aun en la frontera de Ecuador, avísale a mi mamá que todo bien

Si supieran que nada estaba bien. Habían pasado unas 15 horas, y aún no entrábamos a Ecuador.

La tercera acompañante, ya en Ecuador, no sé cuándo apareció. Al dormirme, el asiento estaba vacío. Al despertarme, estaba ella ahí, dormida. No podía evitar no hablarle, quería saber de ella. No porque me llamara la atención, sino porque quería hablar.

- Papito espéreme en Guayaquil, claro ya voy pa' allá pues

Es colombiana, pensé. Fueron pocas las palabras que cruzamos.

- Este bus son puros venezolanos, son muchos, me dijo.

- Y los que faltan, le respondí.

 A ella, su papito la esperaba en una moto en el terminal de Guayaquil. En la foto siguiente, pueden verla.



De Guayaquil a Tumbes, frontera de Perú, solo quería dormir. No me sacaba de la cabeza el recuerdo del cumpleaños de mi papá. El primero que estamos lejos. También el de mi madrina, y no solo es la lejanía. Es la incertidumbre, y el estar lejos porque sí, porque nos tocó. El acompañante también durmió, hasta que a mitad de la carretera, bajó del autobús y se quedó en un pequeño pueblo fronterizo. Creo que trabajaba en construcción porque sus uñas y dedos estaban maltratados. Aunque su ropa estaba conservada.

El quinto y último, venía de Guayana, donde nació en Venezuela. La verdad, no recuerdo a donde iba, pero hablamos sobre el Río Caroní, el Orinoco, el parque La Llovizna y el sabor del chivo guisado, lugares y comida que una vez visité. Luego de casi 8 horas de viaje, el señor solo había tomado dos buches de agua. De las últimas galletas que me quedaban, le regalé un paquete y compartimos el diablito. Fue lo único que yo le vi comer.

Entre el sueño y el cansancio, el destello de luz a media noche y un grito desesperado me trajeron a la realidad.

- Los que se bajan en Trujillo, al toque, bajando

Llegamos. Y aunque quisiera que fuese Trujillo en Venezuela, estaba a más de 3.800 kilómetros, con dos maletas. Un año antes, jamás pensé que el susurro de esa idea, se cumpliera.

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